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miércoles, 22 de febrero de 2012

LA ABUELA

Todos los días llegaba a su casa a la misma hora, la seguridad que el tiempo nos ha robado permitía, por aquel entonces, tener la llave en la puerta de la entrada. No recuerdo haber tocado a su timbre nunca.
Su casa olía a magdalena recien hecha, a puchero elaborado, a esfuerzo y trabajo.
Ella me esperaba en la cocina, sentada junto a la estufa de leña y con su fiel compañero, un costurero que según ella era mágico a su lado derecho.   Siempre ocupada en las labores hogareñas, enfundada en sus gafas de montura gruesa de color marrón,  con unos cristales que le aumentaban los ojos casí al doble de su tamaño natural y que le ayudaban a enebrar la aguja con una precisión digna de los mejores cirujanos plásticos.
Yo le atacaba con un beso en la mejilla que, estoy seguro, ahora se consideraría maltrato.  Era largo y enérgico y ella lo encajaba como buenamente podía, eso sí, después me miraba por encima de sus gafas y me sonreia con complacencia, preparando el ritual.
Con cierta dificultad se levantaba de su asiento y con una orden tajante me ordenaba que me sentara en una silla de anea que todavía no me permitia tocar el suelo con los pies, apoyaba mis codos en la mesa  redonda de madera y miraba como preparaba mi vaso de leche, sacaba las galletas y me hacia ofrenda de aquel manjar.
Se ponía a hacer como si cosía mientras merendaba, pero en realidad me observaba con detenimiento, analizandome en busca de algún posible mal, hematoma, o pequeño moquito que asomara por mi naricita.
Cuando terminaba de merendar, yo mismo llevaba el vaso a la palangana en la que dejabamos los utensilios en espera de poder ser fregados.
Ahora entiendo sus silencios, comprendo sus pausas y valoro sus consejos pero, por aquel entonces, reconozco que no entendía casi nada de lo que me decia.
De eso  hace ya casí 30 años, ahora la visito regularmente, pero ya no me pone la merienda, ya no me aconseja y no me cuenta historias de hambrunas y sufrimiento.  Ahora no me reconoce, aunque cuando veo sus ojos puedo sentir su lucha interior por vencer al demonio que le hace olvidar su existencia.  Yo le hablo de nuestras tardes de antes, de nuestro pueblo, de mis padres, de mis tios, de sus biznietos... pero, a su pesar, no logra indentificarnos. Eso sí, me sigue diciendo que soy un mozo guapisimo, dice que me quiere para nieto, y yo le digo que  la quiero para abuela y durante un rato volvemos a ser lo que el demonio le arrebata de su interior, abuela y nieto.

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