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jueves, 30 de octubre de 2014

EL PRIVILEGIO

Allí estaba, sentado al borde del acantilado, jugando con mis pies en el vacio mientras el viento frío del invierno acariciaba mi rostro.
Se estaba haciendo tarde, el sol se ponía en el horizonte y la oscuridad iba ganando terreno a la claridad del día que ya pasaba.
Aquel lugar era sagrado para mi, subía a menudo, sólo allí era capaz de encontrar ese silencio que es capaz de hacernos recapacitar y dar sentido a las experiencias que la vida nos dispone.
No soy persona que acostumbre a huir pero, en cierto modo, aquellas excursiones eran huidas hacia delante para detener mi acelerado paso, y respirar mis responsabilidades, sin nadie, a solas.
De este modo me aseguraba de que las decisiones eran unicamente mías, sin que nadie pudiera interferir y cargar en su mochila errores que únicamente debían pertenecerme a mí.
Aquella tarde tocaba decisión importante y, quizás por ello, tomé asiento algo más a la orilla de lo normal. Es posible que estando tan ensimismado en mis dimes y diretes no me diera cuenta de que ella se acercaba sigilosa por detrás. No la oí, ni la vi, ni me llego su olor a azufre.
No me alertaron la quietud repentina de las copas de los arboles, ni tampoco el silencio que dejaron  las aves que hulleron despavoridas.
Giré la cabeza por mero instinto, sin saber que encontraría su mirada fría y penetrante de unos ojos secos, ausentes de lagrimas, quizás acostumbrada al dolor que causa, desgraciada y rendida a su misión.
Solté un hola ridiculo. Absurdo analizando la situación. Nunca pensé saludarla con un hola. Sólo me faltó invitarla a café.
Ella me seguía mirando inexpresiva y con la misma actitud me contestó -Hola.
No tenía miedo en aquel momento. Tras una eternidad de molesto silencio en el que sólo mi agitada respiración rompía la tensa calma tuve que hacer la inevitable pregunta -¿Vienes por mi?
-No, tranquilo.
- Entonces...¿por qué te muestras? - Pregunté intrigado.
- He visto que estabas dudando si encontrarte conmigo ya  o no, sé que estabas pensando ahí sentado. He decidido regalarte un privilegio que regalo a pocos hombres, sólo a los buenos... te he mostrado mi rostro para que así, sabiendo como soy, decidas que hacer. ¿Quieres venir conmigo o esperar?
- Quiero ir contigo, pero antes tengo que terminar unas cosas- Contesté con toda mi carga de responsabilidad de la que disponía. Quería despedirme de algunas personas.
- Muy bien, si quieres y no cambias de idea te esperaré aquí mismo mañana y a esta misma hora, creo que es un momento perfecto para morir ¿No lo crees tu también?- Preguntó amablemente.
-Si, supongo que si, hasta mañana entonces y gracias por la oportunidad que me brindas.
Cerré los ojos durante un instante, al abrirlos había desaparecido.
A buen paso bajé hasta mi casa, en la puerta había cierto revuelo, dentro oía lamentos de una voz familiar, mi madre.  Entré presuroso, conteniendo la respiración, los sollozos venían de la planta de arriba así qué subí la escalera a toda prisa.
Mi madre estaba abrazada a mi padre y ambos lloraban desconsolados. -¿Qué pasa? ¿Qué sucede? - preguntaba incansablemente sin recibir respuesta. Así que entré en mi habitación y allí estaba yo, en mi cama, tumbado, pálido.
Salí a trompicones, con profundas arcadas.  Abandoné la casa y al doblar la esquina me esperaba Ella, sonriente, mostrando su podrida dentadura - No quería que te escaparas, eres un alma valiosa por tu juventud y te he visto muy dudoso- dijo.
Sólo acertaba a preguntarle el por qué del engaño, por qué jugó conmigo.
- Si te hubiera dejado decidir no hubieras acudido a la cita mañana. Además soy yo quién decide cómo y cuando. Recuerdalo- al acabar la frase me pegó una bofetada que hizo que cayera de bruces provocandome un corte en el labio y un pequeño sangrado que, en ese momento me resulto curioso.